El pasadizo está en silencio, ni Pirata (el
perro) tiene ganas de ladrar a cualquier extraño que pase por la casa, al
parecer a él y a mí nos ha tomado por sorpresa la muerte de Koro (el gato) y
ahora andamos algo distraídos, algo nos golpea en el pecho, estamos confundidos,
tal vez acostumbrados, sin embargo esta vez es diferente.
En plena época de lluvias, Moya (la gata
madre), parió cuatro gatos e improvisamos una caja con telas como una cama
portable ya que su espacio era en la cocina antigua de la casa de mis abuelos,
pero ella decidió estar en el calor de la sala, cerca de mi cuarto, y la
atracción del mes fueron los pequeños. Luego de unas semanas, tres de ellos
abrieron los ojos, menos el que se parecía a Moya, el que prefería amamantar a
intentar salir de la caja. Todos tenían patitas cortas y de pisadas torpes, sin
embargo el gatito amarillo aún continuaba al lado de Moya, era razonable porque
la gata no dejaba de lamerlo continuamente, hasta que abrió los ojos, yo lo vi,
me sentí realmente emocionado, quería saltar de alegría ante tal brillo que
emanaba de él.
Los cuatro hermanos tuvieron que separarse.
Una de mis tías pisó de casualidad a uno de ellos y murió, a uno de pelaje
negro se lo regalé a mi mamá, pero falleció por el frío; en casa sólo quedaron
dos, el gatito amarillo y su hermana que prefería no ser acariciada por los
demás.
Moya desapareció después de cinco meses, y
los hermanos quedaron huérfanos, me gustaba verlos siempre juntos y noté que
era por el gato amarillo porque la hermana prefería estar sola, entonces tuve
que ponerles nombres, recordé a mi profesor de Antropología General que siempre
nos decía “koro”, porque él, nacido en Puno (sangre Aymara), nos contaba sus
anécdotas de niño y un término que siempre repetía era “koro” porque así suelen
llamar a los niños, hijos, pequeños en su tierra.
Koro fue bautizado y su hermana por mi prima,
un nombre que he olvidado. Me sorprendía siempre la cercanía que Koro tenía
conmigo, nunca había tenido un gato que me siga como a un perrito, iba al
patio, al segundo piso, al baño y él estaba siempre detrás, me parecía muy
gracioso e inusual.
Cuando volví de Chiclayo, a mediados del año
pasado, Koro empezó a esperarme en el pasadizo y correr hacía mí esperando a
que le diga “mi bebito”, y eso ya me parece demasiado íntimo contar porque no
suelo decir tales términos, pero con él me nacía decirlo. Tal vez empezó a
tomar esa actitud porque semanas antes me contaron que encontraron el cadáver
de su hermana y mostraba signos de haber sido envenenada.
Por las noches, cuando me amanecía con
trabajos de la universidad o leyendo, Koro me acompañaba y calentaba. Pirata
jugaba mucho con él y todos en mi casa empezaron a notar la cercanía que tenía
con el gato que muy raras veces solía salir o tirarse en el techo a tomar sol.
En las largas vacaciones que estuve en Lima
experimenté algo que me preocupó: extrañaba más a Koro que a mis hermanos o
familiares cercanos, de eso ya alguna vez explicaré, y volviendo al tema, hasta
soñé que me lamía y me desagradó la anécdota que me contaron en la ausencia:
“Koro ha empezado a chapar pajaritos, seguro ahora sí ya atrapará ratones y ya
no pedirá tanta de la comida a la que le has acostumbrado”. Al volver, encontré
a un Koro más grande e igual de cariñoso conmigo, sólo que había algo en él que
ya no era igual: había empezado a salir por las noches y empezaron las heridas.
Estuve por llevarlo al veterinario para que
lo castre, pero me apenaba mucho verlo sufrir o enojado ya que la vez que
recibió las vacunas contra los parásitos se mostró muy renuente y desesperado.
Esos maullidos de dolor me dolían también.
La última semana Koro y yo nos alejamos o,
mejor dicho, yo quise alejarme de él. Mientras trabajaba escuché el sonido de
la batea arrastrándose, era Koro que jugaba, me pareció gracioso y extraño,
levanté la batea y no había nada, media hora después escuché el crujidos y era
demasiado, Koro ya había comido y su plato estaba con restos de comida. La escena
fue terrible: Koro tenía el hocico de sangre y la mitad de un pericote tirado
en el piso, vísceras desparramadas. Una súbita náusea se apoderó de mí, me
contuve vomitar y recordar la expresión del gato, era uno salvaje, era un
esencia, era su instinto.
Decidí no abrirle la puerta de mi cuarto ni
acariciarlo, cada vez que se me acercaba la terrible escena volvía. Imagino que
Koro estuvo desconcertado y ya no corría por el pasadizo a darme la bienvenida.
Nos sentimos alejados por unos días y el último fin de semana desapareció, creí
que regresaría, al día siguiente… no lo hizo. El domingo por la mañana, a medio
sueño, mi papá me despertó y me dijo que encontró a Koro muerto por el baño del
cuarto de mi abuelo, me tapé con las sábanas y no quería saber más.
Sé que me apena mucho ver animales muertos o
sufriendo porque la primera vez que le tuve cariño a un animal fue a un perro
de raza cocker color caramelo, llamado Timy, que fue atropellado y mi papá tuvo
que matarlo “para que no siga sufriendo”. Y así, hubieron muchos animales,
desde conejos, monos, tortugas, iguanas y demás a los que les tuve cariño, pero
a ninguno como lo que sentí por Koro.
Con lo ocurrido la última semana, recordé los
años que padecí de hepatitis B. Desde un ángulo lleno de humor negro: por comer
rata desconocida obedeciendo al instinto. Y algo que aún puedo aceptar es la
poca madurez emocional que tengo, no necesariamente frente a un animal, sino
ante otro ser que se desnuda y muestra su esencia. La sangre: la vida.
En algunos momentos creo que fue mejor que
Koro se haya ido antes, ya que después de agosto, quedaría solo nuevamente e
igual reactivaría sus instintos y tal vez otro hubiese sido su padecer. He
optado no tener animales, ya que me queda comprobado que de alguna forma, son
un ensayo de nuestras formas de relacionarnos a través de emociones y
sentimientos artificiales. He optado no tener un gato hasta cuando explore más
en mí y arregle ciertas actitudes que aún fallan.
Koro, gracias, te voy a recordar, aunque aún
me entristece ver tu platito morado en forma de carita de gato y el silencio
del pasadizo.
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