La casa junto al río la conocí los primeros meses de vida que me
llevaban para conocer a mis bisabuelos. De niño las visitas se recuerdan con
exquisitez por la buena sazón de mi bisabuela, a quien también decía abuelita
Natalia, no me sentía tan lejano, al contrario, afortunado de tener esa imagen de una mujer vigorosa.
Los postres de chocolate, el jardín con
frutas, el lavadero de metal de un sólo caño, la infinidad de plantas y flores,
los pasillos de una casa hechos de adobe para guardar el calor y la hospitalidad, así como el corazón de
ella, corazón que dejó de latir, como el de mi papá, quien en su último
cumpleaños le hizo un cariñoso homenaje, "sus manos blancas recibieron a
este negrito", recordando quién fue la que ayudó a mi abuela a traerlo a este cuajado mundo. Ambos, en ausencia o distancia, están.
Su preocupación por los demás se transmitía la afabilidad que decoraban sus preguntas o enseñanza a ser cómplice para darte
propinas, me saca una sonrisa, hasta después de los veinte años me daba propina
subrepticiamente, su mano volvía rápidamente a los bolsillos de sus faldas mientras su mirada se clavaba en el horizonte.
Todos los primero de enero la numerosa familia que se formó se reunía para
estar junto a ella y celebrarle un año más, su baile manifestaba la más grande
alegría que debe sentir todo ser que llega a la senectud y ve a toda sus descendientes reunidos, siempre acentuado con la alegría de los nuevos niños que se unen a los
vínculos más fuerte que la sangre por venas.
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