Lunes, después
de un desvelo y aterrado por soñar. Él aparece siempre como una sombra sigilosa
que se oculta de la conciencia hasta que abre su capa y da su gran espectáculo:
la confusión.
Podría ir
enumerando y describiendo todo lo que giran móvil en esta ciudad, podría
recordar con mucha precisión el momento en el que tuve que cruzármelo en medio
del tumulto que cruzaba una de las avenidas principales del centro Lima. Todo
para llegar a aquel instante, el semáforo se hizo lento, cada paso demoraba su
avanzar sobre la zona peatonal, las miradas puestas en la acera del frente,
otros mirando la hora, la música, mensajes de sus smartphones. Nosotros no
veíamos nada, sólo caminábamos, como dudando del destino. La primera mirada se
posó en mi hombro derecho y la segunda iba en vaivén entre comisura y comisura,
como si la picardía bailase. Los cuerpos se rozaron con la menor presión y un
cruce de miradas que se siguen hasta el rabillo de los ojos terminó.
Muchedumbre en tropa, bocinas, vendedores ambulantes y la tarde que le pedía al
sol ocultarse ya. La ciudad durmió un día más.
Lunes, tras
lunes, tras lunes. Todos los lunes pospuestos para escribir y dispuestos al
andar, la aventura que desconoce de límite y ama los silencios. Él dejó el
papel a media escritura y se paró, cogió su maleta, se levantó de la mesa. Iba
en dirección al ocaso.
Su cuerpo era
imperceptible, no iba lento como los demás, su ceño era el timón que llevaba un
barco a mucha velocidad. La determinación hubo despejado duda alguna, tenía las
manos firmes y campaneantes. Cruzó la plaza en una diagonal casi perfecta. Las
miradas estaban orquestadas como flechas, él las repelió todas. Tú te
preguntas: ¿qué piensa?, ¿qué lleva adentro?, ¿adónde va? Entonces decides
esperar unos segundos y vas detrás de él. Los faros y postes de luz empiezan a
enmarcar las calles, el sabor de la curiosidad es dulce, no empalaga. Sólo lo
sigues, motivado por el morbo de atinar a tus maquiavélicas suposiciones sobre
el propósito que lo lleva tan de prisa. Algunos y algunas lo notas, dirigen sus
miradas con la misma pregunta con la que diriges tú sobre él. Otras pasan con
desdén. Prendes un cigarro mientras ata sus agujetas y sobreactúas torpeza con
los palillos de fósforo.
Es lunes y
decido dar vuelta atrás, quiero saber qué se siente intentar, dejo atrás el
miedo y me expongo al mundo como nunca antes lo había hecho. Recordaré siempre
esa noche: el sudor incontenible del deseo.
Ella, él y él.
Las veredas se despejaron y el telón se abrió: señoras y señores, aquí su
grácil cuerpo de una jovenzuela amante del cigarro que ha perdido el trabajo y
va en busca de satisfacer su último pedido, placer. Por aquí, el presuroso y
desventuroso señor que ha pasado al divorcio, sin ningún céntimo para la
semana, dos litros de alcohol y una migraña que recorre su cabeza como una
pulga. Y con ustedes, él, quien escribió esto. El final de su encuentro terminó
con una noche eterna, sentados los tres como una familia en la mesa del bar,
donde se tejen las mejores historias, preguntas y mentiras. Terminaron juntos,
a la mañana siguiente, donde sólo quedó la despedida, sin esperanza alguna por
volverse a ver.